Es un principio establecido que el cazador que haya hecho la primera sangre debe ser reconocido como autor y titular de la pieza o trofeo cobrado. Es una vieja ley montera que manda y a la que los cazadores debemos de atenernos y darla por cumplida. Sucede que, en ocasiones, intencionadamente, o por defecto de interpretación, surgen las dudas sobre el responsable del abate, y nacen las discordias que da lugar a enfrentamientos para dilucidar su autoría y resolver en consecuencia. La falta de tradición de algunas personas recién llegadas a la caza y el desconocimiento que exhiben sobre las reglas de juego imperantes en esta actividad, como normas no escritas (costumbres que hacen ley) pero si respetadas, no siempre son tenidas en cuenta; la vanidad, actuando como acicate de un singular procedimiento distorsionador de una ética secular, concebida y desarrollada a través de su practica en el tiempo como patrimonio inalterable asociado al buen ejerció de la caza, irrumpe con fuerza como figura de escaso compromiso y dudosa credibilidad en este nuevo mundo narcisista en que parece tiende a convertirse la cinegética.