Ocurrió en un lugar cercano a la pequeña localidad de Riodeporcos (concejo asturiano de Ibias) ubicada a orilla de la cola del embalse de Grandas de Salíme, durante un alto en la jornada de caza al jabalí que estábamos celebrando, momentos propicios para recuperar fuerzas, degustando unas viandas abundantes y bien trabajadas. Un hecho anecdótico el sucedido, sutil, cargado de suspicacia, cuyo protagonismo lo llevo la discrepancia en un embutido, la elaboración, la calidad de sus componentes y la salubridad de los mismos.
Eran los años setenta del siglo pasado, el concejo de Ibias se había constituido en un coto social (33.000 hectáreas) bajo los auspicios de la Sociedad Astur de Caza. Dicha organización, en pleno auge de su actividad, con un número de asociados que desbordaban sus previsiones y capacidad obligada a ofrecer cobertura a sus demandas; ampliaba con esta importante incorporación el volumen de prestaciones a su masa de asociados, del orden de 15.000. Todo un proyecto cinegético de medio y largo alcance en el tiempo, cuyo ordenamiento y gestión requeriría de un descomunal esfuerzo económico para las arcas de la Astur, que afrontaba el importante reto desde una saneada cobertura financiera, producto de una ejemplar administración llevada a cabo desde su fundación hasta los años 80. Después, hasta su cierre, en manos de personas distintas, fue otra cosa. Un desastre sin paliativos
Un trabajo que se auguraba intenso, estaba todo por hacer, teniendo en cuenta el precario panorama del nivel poblacional de Jabalíes y Corzos existentes en aquel vasto y agreste territorio, excepción hecha de la perdiz roja con asentamientos consolidados de bandos aceptables en zonas concretas y un furtivismo arrasador que esquilmaba e imposibilitaba cualquier atisbo de recuperación de especies de caza mayor, campeando a sus anchas, sin presión alguna. Como medida prioritaria, era procedente la contratación y puesta a punto de personal de guardería, con reconocida y solvente experiencia en materia de caza, condición indispensable para acceder a este cargo, a poder ser oriundo y residente en zonas estratégicas para un mejor conocimiento y control de su área encomendada. Las zonas elegidas fueron determinadas según mejor proceder en los núcleos rurales de Villameirín, Centenales, Sena y Valvaler que en principio acogerían estos nuevos profesionales, al mando de un guarda mayor, con domicilio en San Antolín de Ibias, capital del concejo, al que se uniría, unos años más tarde, un nuevo miembro de este cuerpo el pueblo de Santirso una vez se hubo procedido a repoblar el incipiente coto con venados procedentes de la finca de Quintos de Mora, cedidos por el Servicio Nacional de Caza y Pesca a la Astur, por su categoría de sociedad colaborado de la institución pública.
Como decía, salvado este inciso que pretendía dar a conocer en parte. algo de un hito cinegético innovador de una historia que por diversos motivos, a posteriori fue fallida. Aquellos nuevos terrenos de caza, nunca lograron alcanzar las expectativas que se habían creado, resultando baldío el esfuerzo empleado con la esperanza puesta en la consolidación de tan entusiasta y ejemplar proyecto. Las razones del fracaso tengo la certeza de conocerlas; han sido muchas y de variada índole. Enumerarlas sería prolijo y si acaso de dudoso gusto su exposición, pues nunca nadie aceptó las causas, aunque haberlas, hubo, y culpables significados de que se produjesen, también.
Yendo al grano del motivo origen de esta narración, tratando de quitar hierro al asunto, les contaré que un grupo de jóvenes cazadores, en plan pionero y a la aventura, reunidos en torno a un permiso de caza para aquel coto (corrían los años setenta y poco), expedido por la Astur, en la modalidad de batida, para la especie jabalí, nos habíamos trasladado hasta la capital del concejo, San Antolín, campamento base de nuestra estancia. Un trayecto a recorrer desde Oviedo, hasta la llegada a la citada localidad, de carreteras insinuosas, mal trazadas, de mantenimiento deficitario; el Puerto del Connio, asfaltado a medias, un infierno para lo delicado de nuestros automóviles, casi cincuenta kilómetros de atenta y precavida conducción, dado lo estrecho de su caja, asomado a constantes precipicios, de curvas imposibles de domar, parecía una barrera insalvable que había que vencer. Cumplido el trámite con cierta solvencia, para eso éramos jóvenes decididos pero responsables, llegados a la cita, proveídos de estancia donde aposentarnos y descansar, el próximo paso procedía contactar con el guarda acompañante para establecer una logística en la zona de batida, monteros, perros y demás.
Según nos confirmaban los parroquiano, el jabalí, prácticamente un desconocido para aquella gente, sin referencias años atrás de haber sido visto por aquellos abruptos parajes, comprendía el objeto de nuestros deseos. Malos augurios, todo un síntoma, esta declaración tan preclara de principios: Sabíamos y entendíamos que la empresa tendría dificultades, alguna noticia al respecto nos había llegado con anterioridad a nuestro desplazamiento, pero dada la situación irreversible y nuestras ganas de afrontarla, procedía entrar en materia y realizar la cacería, fuese el resultado que fuese, que para eso estábamos allí.
Al día siguiente tocaba madrugar, el desplazamiento hasta Riodeporcos, en los límites con Lugo, aunque corta su duración, se hizo al alba, toda vez que debíamos contactar con la persona que en principio nos haría de “cicerone”, buen conocedor del monte y de que iba esto, según referencias. Presentado este, residía aquel individuo, de aspecto rudo, sucio y desaliñado, mal vestido, junto a su mujer e hijo, en medio del monte, en unas condiciones de habitabilidad nada dignas, en una especie de recinto más adecuado para la estabulación de vacunos que para otras disposiciones.
Ninguna huella que delatase vida jabalinera en aquel extenso mundo silvestre, compuesto el paisaje de espeso matorral y amplia foresta, mas propio conceptuarlo referencialmente como una autentica Reserva de la Biosfera. Se registró todo el espacio posible sin resultado positivo, en aquellas condiciones de precario habitat de especies cinegéticas, en lo referente a la mayor, conseguir nuestro objetivo, hubiese sido algo inédito. El tiempo transcurría y las posibilidades se agotaban . Ello nos llevó, una vez reunidos en conciliábulo todos los participantes, a decidirnos por tomar un descanso, necesario para calmar nuestra sed y apetito.
El embutido que portabámos, de calidad constrastada, casi siempre estrella rutilante de nuestros zurrónes, seña de identidad de todo buen montero que se precie; fiel acompañante, apéndice complementario, antídoto necesario, alabado subliminalmente por unos y denostado por la medicina preventiva, si su ingesta es excesiva que, una vez consumido, alivia nuestro cansancio, aligerando sensiblemente nuestras posibles carencias físicas. En esas estábamos, con el ánimo centrado en dar sentido practico a nuestras provisiones alimenticias, entregados y celebrando un recepso en aquella desalentadora experiencia, sentados al borde de un pequeño riachuelo de aguas limpias y cristalinas, luciendo el sol otoñal en lo más alto. Unido a nuestro grupo aquel caracterizado hermitaño hosco, cuando la cortesía de uno de los cazadores le llevó a ofrecerle un trozo de chorizo del bueno y pan de hogaza para que pudiera paladearlos. La oferta fue rechazada de inmediato, de una forma incívica, por aquel extraño y nada amable personaje, que por lo componente de su figura habíamos detectado que la higiene no era precisamente su seña de identidad , descortes argumentó: nunca comía embutido cuyos componentes no hubieran sido introducidos en la tripa del cerdo por él. Mostraba su desconfianza y rechazo a tan sabroso manjar. Argumentaba que, antes de de vivir en aquel apartado lugar, desarrolló trabajos profesionales en ciertas fabricas de embutidos y salazones derivados del cerdo, teniendo experiencias negativas que siempre le obligaba al rechazo.
Como decía, el impulcro personaje, con manos plagadas de costra, uñas largas y negras, síntoma inequívoco de su desapego al agua y jabón, dada la suciedad añeja adherida a su cuerpo y ropa; pasado un buen rato, procedió a retirar de su talego parte de sus provisiones alimenticias para entregarse a su ingesta. Traía también un chorizo casero, según le escuchamos decir, de magnifico aspecto que incitaba a su consumo. En un arranque sincero convino al cazador reprobado que le antecedió en el ofrecimiento, a probar tan rico manjar, siendo rechazado por este en iguales términos absolutos, no obstante darle las gracias, exculpándose y argumentando que él tampoco comería embutido cuyos también componentes habían sido amasados con aquellas manos y uñas tan negras.
La cacería resultó fallida, como no podía haber sido de otra manera, dadas las circunstancias reinantes. Unos años más tarde, el jabalí empezó a tener presencia, aún escasa, en aquel inhóspito hábitat; ya los lances se sucedían, no con la frecuencia de ahora, y se aprovechaban buenos ejemplares. El Corzo aumentó considerablemente su nivel poblacional. Los venados sufrían el acoso incesante de los furtivos, poniéndoles en vías de extinción. La Sociedad Astur de Caza, a partir de los años 80, sufría un declive lastimoso de sus estructuras cuyas consecuencias quedaron representadas por la pérdida de una buena parte de sus cotos, entre los que se encontraba el de Ibias. En la actualidad, este acotado en manos locales, tiene una buena oferta venatoria. Pero esa, es otra historia.