En un largo ejercicio de la actividad venatoria, como es el mío, da tiempo y lugar a ser partícipe de diversas secuencias en que he actuado, (sin haberlo propuesto) como actor principal y no de reparto. Del todo ajeno (ni por lo más remoto podía adivinar los sucesos que me acontecieron y de los que sería protagonista) a la posibilidad de cometer una infracción a la Ley de Caza (la ignorancia de la Ley no exime del cumplimiento de la misma). El caso es que, el glorioso cuerpo, sus dos agentes, recién salidos de la academia, posiblemente en periodo de prácticas o en formación becaria, tenían razón, aunque su celo profesional, según mi criterio fuese más allá de lo meramente exigible.
Sucedió en la provincia de Segovia, termino de Borceguílla, en uno de sus maravillosos parajes con formación venatoria en los que la caza debidamente reglamentada y autorizada, era una práctica habitual. La posibilidad de abatir jabalíes en aquel medioambiente, instalado en la presencia invernal castellana, suponía hacer todo un “acto de fe” y de reconocimiento hacia nuestra afición, pues las temperaturas reinantes, nunca antes conocidas por este escribiente, alcanzaban grados bajo cero que helaban el aliento y cualquier otra materia.
Nuestra expedición, llamémosla así, un grupo de unos treinta cazadores, se trasladó hacia aquellos terrenos de caza, según costumbre, directamente desde Oviedo. Un recorrido largo (unos 400 kms. de ida, con su correspondiente vuelta) efectuado en autocar y con salida en horas muy tempranas del nuevo día que nos permitiese estar en el lugar objeto de caza. Llegados en tiempo y forma, antes de iniciarse la montería, los puestos fueron sorteados, con mala fortuna para mí, pues el que me había correspondido se encontraba a cincuenta mts. del autocar, en el que el chofer dormitaba, muy cerca de una carretera nacional y cruces de caminos. No desesperé, aunque la incertidumbre de la caza hace que en cualquier momento la ocasión surja, por lo que conviene siempre estar alerta (es una máxima que tengo), la experiencia me dicta que la caza es muchas ocasiones es impredecible en su comportamiento, sale en donde uno no lo espera. Concentrado, como siempre, atento en la escucha de ladras y a cualquier otra circunstancia como resultas de la montería se pudiera dar, la vista en movimiento constante, observé que, a lo lejos, un todo terreno avanzaba, dando peligrosos “tumbos, por una pista forestal intransitable. Me decanté por la creencia que sería una patrulla del cuerpo, en ronda de vigilancia. Se acercaba hacia mi estancia y pude comprobar que efectivamente lo era.
Parado el todoterreno a mi altura, surgieron del mismo dos números que, después del saludo cordial, me solicitaron presentase la documentación reglamentaria para poder cazar (licencia, permiso de armas, seguro y guía del arma que portaba). Un momento de confusión, pues creía que la tenía en mi poder; la había dejado en la mochila que se encontraba en el autocar. Les dije lo que pasaba y que en breves instantes (como he dicho el autocar se encontraba muy cerca) así lo haría. Las reticencias de estas autoridades ante mis manifestaciones se hacían patentes. Requerida la entrega del arma, sin objeciones por mi parte, me autorizaron a desplazarme hasta el autocar, recogí mis pertenencias y en un corto espacio de tiempo (escasos minutos) les presenté la documentación exigida, debidamente en regla. Aquí, pensé, con este acto, se acabó la cuestión. No fue así, pues para mi sorpresa, los dos números, me recriminan la falta de previsión por mi parte, pues acababa de cometer una infracción a la vigente ley de caza al no ser portador en ese momento de la documentación exigida para poder cazar; es obligatorio, me dicen, me acompañe cuando es requerida, por lo que ante este incumplimiento me proponen para denuncia y sanción. A la vista de lo que estaba sucediendo, estimé como más oportuno, ser ecuánime y racional, pues el arma ya no estaba en mi poder, siendo mi pretensión recuperarla y me acompañe en el viaje de retorno a casa. Uno de los dos agentes, me hace la indicación de subir, por la puerta de atrás, en el vehículo con el que estaban patrullando, manifestando su intención de trasladarme el puesto de la Guardia Civil, al cual estaban adscritos, con la finalidad de que fuese redactada la denuncia, por uno de sus superiores.
El puesto se encontraba a 15 kms. del lugar de los autos. Mi llegada a las instalaciones estuvo precedida de momentos de gran expectación; era mediodía del Domíngo, se había acabado de celebrar la misa y la gente salía de la iglesia presenciando un hecho nada usual. Alguien dijo: han cogido a un furtivo y lo traen detenido. Ni que decir tiene la sensación que me embargaba y la preocupación que sentía. Una vez dentro y con los nervios en tensión, hizo su presencia el comandante del puesto, al que supongo estaba informado del porqué de mi estancia y lo que había acontecido. Me saludó amablemente, que tomase asiento y no me preocupase de nada que la sanción sería del orden de 500 pesetillas de nada....; el aspecto material de la sanción sería irrelevante, tratándose fundamentalmente, me dijo el Cabo, de justificar la salida y el recorrido de los dos agentes. Ante estas manifestaciones mi respuesta se concretó exponiendo mi criterio de que no hubiese sido necesario hacer el recorrido efectuado, si de lo que se trataba era testificar que los dos agentes estaban cumpliendo con la misión encomendada, bastaba con haber estampado mi firma en su hoja de ruta, el día, la hora y el lugar en el cual me encontraba. No hubo respuesta a estas mis cavilaciones, siendo el paso siguiente instruir, por parte del jefe del puesto, los diversos apartados de la que estaba compuesto el formulario de denuncia. Una gran lentitud en aquellos trabajos de redacción que me hicieron pensar en la falta de práctica de aquel escribano. Pasaba el tiempo y la incertidumbre cada vez se apoderaba más de mí. Consideraba que, la causa no debería de tener aquellos efectos, me parecía desproporcionado todo lo que ocurría y no me fiaba en absoluto, ni un ápice, de mis interlocutores. Así las cosas, pasaba el tiempo y no se acababa de concretar la denuncia; me salió del alma decir al instructor que, si quería, yo podía ponerme a la máquina de escribir y redactar la denuncia. Me miró muy serio y me dije –la acabas de liar aún más-, mi hizo la pregunta de que si yo sabría hacerlo, a lo que le respondí afirmativamente, pues lo había hecho (pasar a limpio) con anterioridad en numerosos ocasiones. A partir de esta afirmación mía, el ambiente se hizo más distendido, incluso agradable, las cosas se sucedieron con más rapidez; recuperé el arma y los dos números me devolvieron al punto de partida.
Pasados quince días me llega correspondencia de la Junta de Castilla y León, Consejería de Agricultura, en donde se me comunicaba todo el proceso habido y una sanción de -3000. Ptas. Concediéndome un plazo de 10 días a partir del recibo de la carta, y la posibilidad de hacer alegaciones a los cargos a través de un recurso establecido como pliego de condiciones. No deseché la oportunidad. Mi defensa quedó argumentada, sobre la base de estar cazando con la documentación en regla que, si bien no le tenía en mi poder, fue presentada en escasísimo tiempo: nunca estuvo en mi ánimo delinquir, argumenté en mi descargo; la patrulla nunca me había podido ver, dada la distancia, la ubicación y lo abrupto del terreno, bastaría con esconderme en el bosque y no hubiera sido visto, no obstante esperé confiado a su llegada. El Sr. Ingeniero Jefe de la Consejería, envía carta certificada a mi nombre solicitando copia de los documentos, así lo hago y nunca supe más de la denuncia. Es de suponer que, a la vista de las pruebas presentadas en mi defensa, se haya sobreseído. Hace más de veinte años.