La caza, al igual que la vida misma, es un cumulo de circunstancias. Es un escenario real en donde
transcurren diversas vicisitudes que, por lo inesperado de su formación, a veces no cejan de sorprendernos. Pasa el tiempo; suceden
vivencias que quedan para el recuerdo y, uno cree que en este largo proceso de
actividad cinegética ha visto demasiado, aunque sin acercarse a casi todo y,
nada digamos de aquello que aún nos queda por ver, a tenor de lo sucedido, si es que el destino nos depara la suerte de seguir cazando.
Los hechos que traigo hoy a coalición es un claro ejemplo
de lo que está por sobrevenir, a poco que no olvidemos la constancia de
practicar un ejercicio tan versátil, como es la caza, referenciada
a su constitución y desarrollo.
Un jabalí aquerenciado de los llamados “macarenos” me ha dado la posibilidad de
poder narrarles un suceso reciente, inesperado, sorpresivo por otra parte, en el que nos hemos visto involucrados dos
contendientes. El caso es que, el atribulado “cochino” vecino y residente al
parecer a perpetuidad de un determinado
paraje del ecosistema asturiano, convertido
en coto social, campaba por sus
respetos, dueño y señor de cubiles propios y ajenos.
Parecíamos predestinados a encontrarnos aunque distintas trayectorias y diversos
fines. Dos veces me lo encaré en la cruz del visor del arma que portaba, saliendo
el suido indemne del primer envite al producirse un fallo clamoroso debido a mi mal afinamiento de la puntería.
Suerte para la res que huyo despavorida como “alma que lleva el diablo” en pos
de salvaguarda de su vida y libertad. A
mi creencia el bicho no se alejó lo suficiente de la zona donde le efectué el
disparo. Siguió instalado, pese a todo, en aquel entorno, dando continuidad a
tan acogedor escenario, cuestión que pude corroborar unas fechas más tarde, disfrutando la
cuadrilla de otro permiso para el mismo lote.
Bueno, me dirán, y con razón,
como se yo que era el mismo ejemplar? Estoy casi seguro; no debo
certificarlo fehacientemente. Sus características morfológicas de especial
tamaño en lo correspondiente a su peso y lo llamativo de sus defensas, aspectos que yo detecté en el
primer intento de abatirlo, hacía tiempo que rondaban aquellos lares. De
algunas batidas en las que por fortuna salió airoso esquivando disparos,
fruto de su pericia y veteranía, se pudo librar sin deterioro, solamente con el
padecimiento del susto y acoso de la jauría de perros y la sagacidad de los
monteros, duchos y expertos en esta
materia. Su abultado corpachón, la
huella en la pisada, quedaban en en el
ánimo y las retinas de las gentes del lugar; visto con frecuencia,
identificado, dejaba su impronta en cosechas y sembrados, zonas de abundante avituallamiento
que le costaba abandonar, a pesar de zozobras y sobresaltos sufridos.
Fue rapidísimo en detectarme a la espera de su llegada a mi
puesto; oído en su huida a todo galope entre las hojarascas de aquel bosque que
tanto y buen cobijo le daba, buscando despegarse el suido de los incomodos y
peligrosos perros perseguidores, me encontraba al acecho, con el arma en
prevenga, inmóvil, guarnecida mi respiración, dispuesto, con lo mejor de mi
buena voluntad, resuelto como estaba a dejar saldado aquel asunto que tanto
prometía. No ocurrió nada de lo esperado por quien aquí les narra esta escena
montera. Preventivamente el jabalí asomo
su cabeza a escasa distancia del apostadero; me otearon sus instintos en tiempo
récord, avisándole de peligro máximo, girando veloz a la derecha ofreciéndome su mejor lado.
Suponía concederme una extraordinaria oportunidad de abatirlo. Hice el disparo
a blanco tan fácil que mi decepción por lo insustancial del lance es para
recordar como uno de los peores. Apesadumbrado y dolorido conmigo mismo por tan
nefasta actuación recorrí el camino de vuelta hacia los coches rumiando y
culpándome para mis adentros del hecho. Bien es verdad que lo lamenté por
todos: compañeros, monteros, perros etc., pero la caza tiene a veces estas
incomprendidas escenas monteras que no tienen justificación, máxime si la
ocasión la “pintan calva”.
Sin pretenderlo no terminaba en ese instante de tan negativa
actitud, mi relación con este inquilino de aquel monte. Sucedió que una
quincena después, repetíamos permiso la cuadrilla para aquella misma área. El
recuerdo de lo acontecido me hacía concebir el vano deseo de que aquel
exuberante jabalí aún no se hubiera marchado de aquellos “pagos”, ni fuese
cobrado por otro grupo de cazadores. La esperanza la cifraba en poder
localizarlo por los monteros. Alguno de estos batidores, sin poder precisar
quien, me hubiera gustado hacerlo, nos informó a los cazadores de que las
pisadas en el terreno denotaban la movilidad de un jabalí de especial
característica en cuanto a su tamaño. Ello me dio que pensar. ¿Sería posible
que el bicho fuese el mismo?
Con esta interrogante avanzábamos en la estrategia de
delimitar el terreno y colocar los puestos en el sitio adecuado. Deseoso como
estaba que uno de mis compañeros tuviera
el acierto de cobrar la pieza,
que bien pudiera ser el “deseado”, nos
dirigíamos cada uno a la espera que previamente, una vez revisadas, el jefe de cuadrilla, a su indicación, nos tenía reservado.
Así las cosas, en este ambiente, confirmados todos en sus
puestos, avisados los monteros, daba comienzo la batida. La localización de mi
espera no tenía nada de especial. La
caja de un camino, rotulado para extraer madera, sería el sitio asignado. Al
frente de mí vista, monte en ascensión cubierto de eucaliptos y matorral
abundante en puntos abiertos; al sur, a mi espalda, terreno desnivelado y buena visibilidad, con
residuos de haber sufrido el aprovechamiento parcial de la plantación.
Los perros, dando
muestras estos validos de la eficiencia que les caracteriza, mostraban una gran inquietud y alboroto, síntomas de que a
los vientos les llegaba el inconfundible hedor que despide este tipo de fauna
montaraz. Una vez fueron liberados de la sujeción de las traíllas,
avanzaban decididos entre un estrepito de fuertes ladridos. En máxima
alerta; vista en continuo
movimiento, pronto detecté una sombra
oscura que surgía entre una pequeña maleza cercana. Al instante tuve la certeza
de que era un jabalí. No procedía de ningún sitio; le habían alertado el sonido
de los perros, lo que le hizo abandonar a toda prisa el regocijo de su residencial “encame” Lo vi acercarse, huyendo a toda velocidad en
la dirección en que me encontraba apostado, y, pensé: es él mismo. Comparativamente no me ofrecía dudas. Ese
convencimiento tuve, a la vez que la silueta del “cochino” certificaba mi creencia.
Oculto, buscando no ser visto de nuevo, le apunté demasiado cerca hacia su
flanco derecho; no se hubiera entendido fallarlo otra vez, no habría
justificación, imposible repetir la historia. Un disparo a la paletilla, incuestionable
sus secuelas, efectuado desde el Breno, calibre 270, munición H-Mantel de
130 gramos, a diferencia de la vez anterior, resultó ser
letal.
Cuando expreso ¡¡qué cosas tiene la caza!! me refiero a este
tipo de historias. Me encuentro con el
mismo jabalí, después de varias jornadas; repito el lance, prácticamente en las
mismas condiciones, lo cual, no deja de ser paradójico. La diferencia estriba
en que en esta segunda oportunidad el tono de mi puntería tuvo otras
consecuencias.
Es de suponer que haya
otras anécdotas susceptibles de ser contadas. He tenido a mis pies gozando de
su libertad y descanso en uno de sus asentamientos preferenciales, sin
sospechar tan siquiera su cercanía, a un animal salvaje de especial poderío; especie
emblemática por los valores que aporta su genuina idiosincrasia el sector de la
caza. Quería contarlo.