Sobre el
lobo ibérico, al que me refiero, se habla y escribe con demasiada frecuencia y siempre en
distintas direcciones. El carácter posibilista seudocientífico que se derrama
desde algunas instancias conservacionistas,
en relación con las vivencias del lobo, caracterizado en ocasiones de un
dogmatismo trivializado expuesto en un marco mágico de pensamiento fantástico,
representa la síntesis de una lógica diferente cuya única condición es que la
sociedad se lo crea a “pies juntillas”, sin cuestionarse sus evidentes puntos
flacos.
Seguramente
habrá que señalar la conveniencia ideológica que identifica al sector
ecologista obstinado en desarrollar métodos
de marcadas diferencias; la exigencia de sentir y tener cada vez más próximo al
hombre a este mamífero del orden de los
carnívoros, que bien pudiera constituirse en
un desordenado crecimiento, que
sea motivo real de fuertes controversias entre sus protectores y aquellos otros
que hacen tarea del alejamiento de esta especie de sus lares un principio
básico preventivo del medio rural en custodia de su patrimonio, en forma de cabaña
ganadera, a la que el lobo infiere anualmente numerosas bajas.
Por eso, la
salvedad al valor cuantitativo del nivel poblacional de este depredador tiene
que hacerse en razón de sus individuos
en los distintos asentamientos naturales
en donde cohabita sus grupos familiares, como una parte y no el todo. Es evidente que
2.500 lobos como censo aproximado, convenientemente repartido en 500.000
kilómetros cuadrados de extensión que supone el mapa de nuestro soberano país,
no sería un número altamente estimativo para considerar el límite demográfico
de esta especie.
Ahora bien,
hay que referirse a hechos concretos, porque así lo exige el guión. La máxima
concentración de este depredador (300 manadas) se centra principalmente en un reducido
espacio orientado en el noroeste español
y aledaños (supone el 20% del territorio de este país), suficientemente
colonizadas, algunas más que otras, con síntomas inequívocos de expansión progresiva
de su población. Las pretensiones de los sectores animalistas se manifiestan en
el orden de una superior ocupación territorial de este depredador, que haga
culminar con éxito su reimplantación favoreciendo su habitabilidad en cotas de
elevada densidad en todo el ecosistema del Estado (80% pendiente).
Debemos
preguntarnos sin merma en la objetividad rigurosa que se requiere, si la sostenibilidad extensiva y el fomento de
la misma, que se pretende alcanzar en el
ecosistema para el lobo sería la adecuada, y cual la motivación a que obedece
esta imperiosa necesidad tan sumamente apremiada por los animalistas. Restituido
el lobo a sus antiguos albergues de acampada merced a leyes protectoras, una
vez recuperado de sus bajas, ya no debe inscribirse en el catalogo acreditativo que señala especies
en peligro de extinción por lo que debería quedar excluido de esta proclama.
No veo sentido
práctico y si por el contrario bastante difuso, trasladar a otras regiones
españolas los daños colaterales que de seguro produciría el lobo, una masiva irrupción en busca de su alimentación,
sin dejar nunca de mostrar en sus presas la huella de sus instintitos
primigenios vocacionales.