Transcurre el momento de un tiempo que todavía no ha dado
síntomas de haberse agotado. Me refiero a mi actividad cinegética, cumpliendo
años; arrimando historia veraz, aunque no lo parezca, a un currículo que ya se
hace largo y que aún entiendo es pronto para completar, necesitado de más
aporte que añadir, pues el camino por el que transito y que observo en lontananza, con expectativa ilusionante de
seguir haciendo su recorrido, esperanzado que en el transcurso de su trayecto
no flaqueen las fuerzas antes de llegar
a su término.
Vivir la caza me ha supuesto muchas cosas. Desde luego,
algunas imprevistas me sucedieron las cuales tuve que afrontar de la mejor manera
posible. He podido contemplar escenas surrealistas de las que he sido asombrado
espectador; testigo mudo y fiel de
hechos inusuales acontecidos
Ocurre que, en ocasiones, uno se encuentra con situaciones
inesperadas, impensables, ajenas a la
acción propia de cazar, inusuales por cómo se desarrollan; apuradas si me permiten esta definición (en este caso
bastante), en las que la discreción de la que he hecho gala, creo yo, ha sido
el elemento clave para que lo sucedido no haya tenido trascendencia en la
estima de su autora, sí se detectase mi cercana presencia en momentos de tanta
intimidad, y es de suponer, de trance apremiante para la persona acuciada que
esperaba satisfactoria respuesta.
Cumpliendo con este requisito de acumular experiencias en la
caza, andábamos desparramados los componentes de la cuadrilla de caza mayor a la que pertenezco, cada uno asentado en el
sitio previamente asignado; se celebraba batida de jabalíes; las perspectivas
de alcanzar nuestro objetivo, por las noticias que llegaban a nuestras emisoras
eran del todo halagüeñas: deberíamos, por tanto, estar muy atentos en los
puestos ante la probable aparición de alguno de estos cerdos salvajes
Los terrenos objeto de
batida, son próximos a un núcleo poblaciónal importante de nuestra comunidad,
ubicados en el Norte de la sierra del Naránco, que habitualmente recorren en
días de descanso laboral por sendas señaladas
al efecto, numerosos senderístas
practicando el recreo gozoso que el tiempo libre y de ocio les permite.
Desde la atalaya de amplio panorama en que me encontraba
esperando alguna incursión jabalinera hacia mis lares, próxima a uno de estos
caminos, muy motivado en el respeto hacia las medidas de seguridad y distancias que marca la Ley (no debemos los cazadores distraernos nunca en el cumplimiento de estas obligaciones), presenciaba
el ir y venir, cada cierto tiempo, de estos transeúntes, incluidos
ciclistas debidamente asentados en bicicletas de montaña, cuestión que me preocupaba, pues
no era el estado ideal, caso de tener que ser resolutivo, aunque fuese en lugar
seguro, en sentido inverso a los viales. De hacerlo, quizás pudiera crear una cierta
atención especial en alguno de aquellos viandantes.
En esas estaba, cuando una retahíla gozosa de excursionistas
se deslizaba por el camino presta a pasar por delante del puesto encomendado,
del que yo era celoso guardián, situado a unos cincuenta metros de distancia de
la zona de paso. El cielo azul, el astro rey brillaba luminoso a mi espalda, en lo alto de
su cenit, en una mañana otoñal radiante, lo que seguramente dificultaba que mi
figura fuese detectada por los rayos tan fuertes que emitía, si la vista se hace mirando directamente al sol.
Alguien de aquel grupo jovial y alegre, pude precisar, se
hizo a un lado, abrió la portilla que cerraba la finca que colindaba el
sendero, dirigiéndose sin más, hacia donde me encontraba.
En ocasiones, los cazadores, somos pasto abonado para
aquellos que disienten de nuestra actividad. No es la primera vez que se nos
recrimina en plena acción de caza, por individuos que circunstancialmente
pasaban por allí, que no ven en este deporte razones para ejercitarlo, y
aprovechan cualquier oportunidad para decirnos algún improperio.
Algo así, pensaba en aquellos instantes, me pudiera suceder.
La “andariega”, pues era mujer de mediana edad, peinando canas, vistiendo un
llamativo chándal, siguió avanzando y yo a la expectativa de cuál sería su
pronunciamiento. Se paró de repente muy cerca de mí, pensé me había visto, ya
digo, el sol dándole en el rostro, se arrinconó sin más a un lado.
Ante lo que preveía sucedería a continuación de forma
inminente, sin hacer yo cualquier movimiento que emitiese ruido o detectase mi
presencia (la suerte ya estaba echada y poco podía hacer para evitarlo) pues mi
intuición me hizo pensar que la “cosa” no iría conmigo (la visitante en cuestión, por lo visto, tenía otras intenciones más nobles y laudatorias
que dirigirse a mí), presencie impertérrito, vive Dios, en contra de mi
voluntad, obligado por las circunstancias, algo que nunca antes había presenciado.
Aligerada con prontitud de sus prendas posteriores, se
aprestó a cumplir con las exigencias de
una demanda fisiológica que le incomodaba, en términos de desprenderse de aguas menores y mayores.
La escena producida con la natural normalidad que se requiere a escasos
metros de donde me hallaba, no debería tener trascendencia. Es corriente que
estas cosas sucedan; todos en el monte hemos tenido este tipo de experiencias
ante la inminencia de un requerimiento de estas características. Se suele hacer
en solitario, sin testigos. La peculiaridad de la anécdota estriba en el
acompañamiento no solicitado. Cualquier gesto o sonido que yo produjese en los
instantes de los autos, consideré,
tendría efectos secundarios que pudieran afectar la propia estima de
aquella buena mujer que, en ningún momento se percató de mi presencia. De ahí que yo,
impávido, no moviese ni las cejas, no fuese a desencadenar otro apuro de
distinto significado.
Por suerte para ambos todo transcurrió con normalidad. Más
abajo, caminando con soltura, se incorporó al grupo y aquí no pasó nada, de lo
cual me alegré mucho.