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Principios
requieren las cosas. ¿Quién no habrá atalayado nunca? El atalayador que
atalaye o haya atalayado buen atalayador será. Eso dicen. Y, yo me lo creo,
porque en numerosas ocasiones he sido en mi niñez y primera juventud, confieso,
un buen atalayador, síntoma inequívoco de que atalaye lo mío. Atalayar me ha
permitido entrar en un periodo de
formación previo a iniciarme en la caza debidamente documentado. Atalayar
significa graduarse en el arte de adquirir conocimientos, quizás experiencia.
Atalayar también
es cazar, aunque al atalayador no sienta el goce que produce cobrar, y, lo que
eso supone. Atalayar es un ejercicio de
expectativas sujeto a observación en un lugar determinado de lo que pueda
acontecer si el autor del lance no tiene el acierto que persigue. Situación generada
que facilita a la pieza (Arcea, Perdiz)
objeto de ser abatida, no siéndolo, a salir en vuelo huidizo característico propio de quienes han sentido cercana la
posibilidad de no poder hacerlo nunca más.
Atalayar es
un período de formación previo a iniciarse en la caza. Una etapa de meritorio
que incluye del pasaje de la máxima atención
desde un lugar estratégico del rumbo seguido por el ave voladora y su probable posterior
asentamiento.
No siempre
he sido atalayador, como es lógico. En
mi primera incursión en pos de la escurridiza Arcea, cumplida la edad
reglamentaria que me permitiese cazar y con los documentos de rigor en regla, pasé de atalayador a atalayado. Es decir: se
cambiaron los papeles; sería mi padre el atalayador. Con el arma paterna al
hombro, marca Arrizabalaga, calibre 20, hecha en Placencia (Vizcaya) que
aún, pasado el tiempo, conservo como “oro en paño”, me habría esperanzado a
tratar de emular los lances que tantas veces había tenido la oportunidad de
observar cuando acompañaba en este arte aquellos señeros cazadores de Arceas,
fundamentalmente.
El Sol, Pointer de fina estampa, con clase y
buenos vientos, blanco con manchas negras, sería el encargado de generarnos expectativas que
posibilitasen mi primer lance. Sería de Domingo. Un festivo de mañana otoñal
soleada, próxima a la entrada del invierno, temperatura agradable. El Alto del
Llamigu, situado entre Labra (Onis ) y Nueva de Llanes, tenía un rincón característico
que manteníamos en el mayor de los secretos, explorado por nosotros dos en múltiples
ocasiones con resultados dispares, cumpliendo parte de nuestras ilusiones. Rara
vez salía mi padre de vacío. Movíamos el perro y yo una ladera de bajo matorral,
muy “soleyera” enfrente de una eucalitera “sombría”, interpuestas ambas
vertientes por un sendero divisor, bajo
la atenta mirada de mi progenitor (aquel día renunció a llevar el arma,
dejándome todo el protagonismo para mí).
En esas
estaba, siguiendo instrucciones, muy atento a los movimientos del perro, cuando
a media ladera, sucedió lo que tanto anhelaba, el perro trabajaba algo, le
denotaba los movimientos de su cuerpo que no eran los normales en situación de normalidad; la pequeña cola cimbreaba a
derecha y a izquierda, el cuello estirado y el hocico bajo en situación de
rastreo le hizo detenerse y marcar su extraordinaria postura. Despacio me
acerqué a él, acariciándolo suavemente y con un leve empujón de mi pierna le
hice que fuese en pos de la pieza. Un disparo que alcanzo a la “dama del bosque”,
pero que no fue lo suficiente para su cobro inmediato. Había salido en vuelo
rasante, visiblemente tocada, por detrás, a la esquina de un abrevadero de agua para el ganado
situado en un desnivel del terreno.
El Sol, fino estilista, como no podía ser de otra manera, rápido
la siguió, corrí a situarme por detrás de la fuente, rebasada esta, el can
mostraba de nuevo su postura. Poco o nada le aguantó el acoso de su patroneo,
lo suficiente para que yo llegase. Salió a un
medio volar, lo que me permitía efectuar un segundo disparo que, en
esta nueva oportunidad, sería el definitivo. Cobrada la pieza con gran satisfacción;
contemplada con gran deleite, salí a un recodo del monte a mostrarle orgulloso
a mi padre la Arcea abatida.
Aquí en
este momento, surgió la anécdota, algo que yo no esperaba. Mi padre no había atalayado
bien. Desde el sitio en que se encontraba cuando efectué el segundo disparo era
imposible que me viese; si pudo ver el preámbulo
que posibilito la acción del primero. La sorpresa fue la reprimenda que me echó,
increpándome por haber abatido en el suelo a la Arcea, cosa que nunca ocurrió. Creo
que se lo había supuesto. Toda mi emoción se desvanecía en aquel momento. Le
dije que la abatí al vuelo, una vez levantada por el perro.
Una vez
reunidos le comenté los pormenores del segundo disparo, dejando claro, por mi
parte que el lance había sido correcto, siguiendo los cánones que rigen para
todo aquel cazador que se precie de serlo. Nuevamente insistió en la
conveniencia de no hacer disparos a la caza menor cuando está en el suelo.
Argumentó que a la caza siempre hay que darle ventaja para que puede defenderse.
Creo que no le convencí. Nunca he disparado a una pieza de caza menor en el
suelo. Aquel día, el extraordinario padre que lo fue para sus hijos, convertido en forma circunstancial en atalayador, no fue
buen atalayador.
De estas
cosas y otras muchas, nace la importancia de ser un atento atalayador, Y, yo,
lo he sido. De eso, doy fe.