
Cerrojeros,
es un término empleado con un cierto tono despectivo en algún que otro ambiente
del argot cinegético, pretendiendo señalizar frontera entre los cazadores. No
puede haber distinciones. En el uso de esta pintoresca calificación, están aquellos que se consideran a si mismos
excelsos y puros en su labor en el campo de la venatória, por el mero hecho de
participar activamente con sus perros en el trabajo de rastreo y acoso de las
piezas a seguir.
Evidentemente hay que compatibilizar en cuanto
a eficacia este tipo de trabajo que requiere de reconocimiento, como no puede
ser de otra forma, concretamente la de los batidores o monteros, con aquellos
compañeros de cuadrilla que aportan la versión de la veteranía y el pragmatismo
de un extenso y preciso currículo que por la edad les dificulta seguir el ritmo
de los jóvenes, haciéndoles ser más sosegados y preventivos en y con el
esfuerzo, no por eso menos importantes.
Estar en el
puesto cubriendo la posible salida de la
pieza, se debe considerar que no es aprovecharse,
habrá excepciones, sin duda. Ser apostado cazador (cerrojero, según he
escuchado decir en ciertos medios temáticos, a vanidosos que cumplen funciones de monteros),
no es una posición privilegiada; supone, de facto, un compromiso contraído que demanda
visión acertada de lo que esta ocurriendo, tacto, entrega y acierto. Normalmente
ocupando este espacio, se encuentran lo más veteranos que han sabido adaptarse
a las circunstancias que el paso del tiempo les señala y que no por eso deja de
merecer su condición de cazador. Se es cazador siempre que se mantenga la llama
de la ilusión. No hay apelativo distinto que desnaturalice tal condición.
La caza es un engranaje que en el movimiento
que genera su actividad cumple un ciclo de formación y actividad. Un primer
periodo de acercamiento, se complementa con otro formativo, dando paso a un dinamismo que la
juventud permite y puede soportar; no así el transcurso del tiempo de cuyos efectos
se hacen notar. No es asunto frívolo encontrase horas y horas quieto, atento, y
la tensión prendida, en la espesura del monte, en lo alto de un cerro, en la
vigilancia de un escampado, en lo profundo de la huella que ha dejado un río,
en la solana o en la umbría; “ojo avizor”,
oído ligero, siempre en prevención de
que un ruido característico de algo que
se mueve alerte de que aquello que se desea se produzca viene aproximándose a
nuestra posición. La espera, sin noticias, se hace larga. No todo el mundo la
sobrelleva cumpliendo los cánones.
Una
denominación, la de “cerrojero”, versión subjetiva, diagnostico desacertado, que
alberga por si misma varias connotaciones que requieren de importantes matices;
ninguna debiera ser desmerecida, salvo excepción. La palabreja cuestionada se
emplea desde el sector venatorio, las
más de las veces en términos despectivos, tratando incomprensiblemente de
minimizar cualquier idiosincrasia que pudiera adornar el nivel calificativo del
cazador quien se encuentra apostado en espera de la llegada de la res.
La experiencia obliga a cumplir las reglas del
protocolo que todo “esperista” adiestrado
conoce. Consecuentemente, los matices a los que aludo vienen derivados del paso
del tiempo en las personas. Condiciona la edad; es secuela que limita el
dinamismo del cazador, que no por eso la actividad, si las condiciones físicas lo
permiten y la ilusión aún persevera, que le hará seguir cazando vinculado al grupo,
desempeñando otras prestaciones desde posiciones adaptadas a la mejor utilidad
para el conjunto que le señalen su situación personal. Atrás han quedado otro
tipo de vivencias en la venatoria.