
La verdad
es que no me lo esperaba; más bien todo lo contrario. Había antecedentes de
profusa índole en el uso de la palabra que una lugareña tenía a bien emplear
por costumbre para satisfacción de su ego, como medida de resabio hacia todo
aquel cazador que eligiese pasar cerca de aquella casería de labrantío y
ganadería, sita en lo alto de un escampado. Era algo conocido y esperado que
sucediese de nuevo; diversos tipos de increpaciones, sin rebozo alguno en
despacharse a gusto, venía siendo conocido la constante que marcaba un carácter
agreste y, porque no decirlo, en ciertos momentos situarlo en grado de montaraz
de la persona que acucia con sus insultos y provocaciones
De todo
ello, doy fe, puesto que he sido sufridor en directo de las consecuencias de
tal embestida en forma de descalificaciones y todo tipo de deseos contrarios a
la buena salud que en aquellos momentos y para el futuro pudiese tener, incluso
mención especial, como casi nunca falta en estos casos, para el ser que me trajo al mundo. Este
método despectivo e incitaciones que proponen violencia hacia nosotros los
cazadores, resultado de una rabia contenida, es algo que durante el transcurso
de la actividad que como aficionados a
este deporte ejercemos en pleno campo, se viene dando con bastante frecuencia en los últimos tiempos.
Efectivamente
arrecian los actos encaminados a minar la moral del cazador. Cada jornada de
caza, se hace patente la presencia cercana de individuos a nuestros puestos, que
desde un buen resguardo, obran sin consideración en insultos y vejaciones emitidas
hacia los apostados cazadores como destinatarios de sus vergonzantes diatribas.
Pero aquí
sucede lo inesperado. El sentir no siempre es verdadero dependiendo de las circunstancias,
tal y como ha quedado patente. Volvía este articulista, cazador, por más señas,
en fechas recientes a requerimiento del jefe de cuadrilla, a reencontrarme con viejas sensaciones, ocupando plaza de destino en el lugar
asignado para una batida a jabalíes, por otra parte, viejo conocido aquel
apostadero por el que aquí suscribe; un pasaje recorrido en otro tiempo no
lejano.
Hablaban en
fechas recientes en aquellos pagos, de un buen ejemplar de jabalí que
deambulaba en proximidad a las casas en horas oportunas del ocaso diurno por
tierras fértiles de labor y pasto. Un macareno, en el más amplio sentido de la
palabra que los cazadores solemos otorgar como apodo a los suidos de estas
características morfológicas, había encontrado solaz regazo en aquel paraje,
lugar de avituallamiento, descanso y refugio, a salvaguarda de cualquier
contingencia que pudiera importunar su descanso. El “berraco” había sentado sus
reales posaderas en lo intrincado y crecido de una maleza muy propia, con
vistas excepcionales que le harían alertar sus instintos de supervivencia ante
cualquier ataque procedente del exterior de sus dominios.
Detectado
el jabalí durante el rastreo de perros y monteros, las expectativas reales de
encontrarse en el lugar determinado que se suponía, tomaban carácter de
credibilidad. Pronto una estrategia silenciosa de acoso se organizaba alrededor
del aquel manto de maleza, con la finalidad puesta en hacerlo saltar de su
escondrijo. Cubiertas sus vías de escape, las posibilidades de salir airoso del
envite quedaban reducidas a mínima expresión; un fallo en el transcurso del
lance, consecuencia directa de un probable error de cálculo en la puntería del alanceador, sería la única opción concedida de salvar el
cerco tendido y evadirse.
El puesto a
que había sido destinado era todo un balcón de privilegiadas vistas a donde
supuestamente habrían de desarrollarse los acontecimientos. A diferencia de
antaño, en esta ocasión ofrecía menos dificultades, ampliado en espacio mi
círculo de visión, motivo seguramente de
una anterior limpieza de aquel terruño de pasto, por sus llevadores o propietarios.
Ubicado a
píe firme, buscaba a mis compañeros de partida para situarlos en sus puestos
como medida preventiva de seguridad. Una vez todo reglamentado, la orden de
entrada a la espesura de aquel “brocedal” se oía nítida, fue enviada por el
jefe de cuadrilla. En un instante los perros detectaban las emanaciones del
olor profundo de la pieza a perseguir. Pronto, desde mi atalaya, sentí un
movimiento superior a cualquier otro. Latían los perros y el ruido estrepitoso
avanzaba en paralelo en mí dirección por encima del límite de la confluencia
entre el limpio pastizal y lo enmarañado de aquellas zarzas descritas.
El bicho no
se hizo mucho de rogar, a lo visto y oído, tenía prisa en poner “pies en
polvorosa” en evitación de problemas con los perros, resuelto por tal motivo a
dejar aquel lúdico lugar. Iniciaba su partida a la carrera, poniendo tierra de
por medio, a través de aquel descampado en vertical hacia el lugar en el cual
me encontraba. Pude observarlo en su conjunto.
El tamaño de su cuerpo no hacia albergar dudas: era una buena pieza;
apuntaban sus colmillos como cuchillas. Le dejé acercarse, con la esperanza de
hacerle un tiro más positivo; me obligaría hacerlo de frente, si no variaba su rumbo, no cabía otra elección.
Tomé la decisión de que, pese a todo,
tenía que efectuar el primer disparo en condiciones que nunca son las más
apropiadas. Así lo hice, no sin antes arriesgar, buscando mayor efectividad. Al
límite de la distancia razonable, en cuanto a mi seguridad; la pieza en el
punto de mi visor, hice detonar el arma, haciendo de sus efectos que el animal
parase su galope. Tendido en el suelo, se movía. Estaba herido de consecuencias
fatales para su integridad física; lo prudente, ante la llegada inminente de
los perros, era dar por finalizada aquella situación, evitándole sufrimientos
innecesarios y la posibilidad de que con sus escarceos y afiladas navajas algún
perro pudiera salir dañado gravemente. Una vez llegado los monteros al sitio de
los autos, cobrado la pieza, fui advertido por estos de la verdadera
importancia de la pieza abatida. Suponía ser más que lo que yo esperaba.
Lo
anecdótico, recordaran el principio de esta narración, motivo principal, sin
duda, de que yo tomase la decisión de exponerles mi criterio sobre las
conveniencias de algunos, que cambian de opinión y muestra otros afectos, según
les convenga. Me refiero a la lugareña que, en su día, me increpaba con destemplanzas verbales,
insultos y amenazas, solamente por el mero hecho de ser cazador. Es paradójico pero fue la misma
persona que en esta ocasión, salió a nuestro encuentro a darnos parabienes y
felicitaciones por la caza de aquel jabalí. Le habíamos quitado los cazadores
una preocupación y evitado daños. Aquel ejemplar de jabalí, le hacía destrozos
en su huerta y otros cultivos e intimidaba su presencia física cercana a sus
casas. Lo que son las cosas...Ya no lo hará nunca.