
Conocí
avanzada la segunda mitad del siglo pasado, un personaje muy característico,
prototipo de las peculiaridades de los “señorones” de la sociedad ovetense de
aquel tiempo. Muy cazador y pescador. Siempre al parecer desocupado; persona
afable, correcta en sus expresiones, de vestir impecable, muy pulcro, de fina
oratoria y educado trato para con todo el mundo. Asiduo compareciente mañana y
tarde, en los más granados ambientes tertulianos de caza y pesca continental
que por aquella época se celebraban en Oviedo.
Disertaba a
la primera oportunidad que tuviese de sus numerosas experiencias acumuladas en
una larga vida tanto en el monte con la escopeta al hombro o fuese con la caña
en ristre. Me guardaba afecto. Era buen amigo y compañero de caza en ciertos
momentos con mi padre, coincidentes
ambos a las perdices por tierras de Cangas del Narcea. Encontrarme con él en la
calle me suponía tener que aguantar alguna gozosa aventura que le había
sucedido cazando o pescando. Lo escuchaba con paciencia, mostrando atención,
pues por nada del mundo quería yo que aquel hombre notase en mi rostro algún
atisbo de indiferencia de lo que me estaba contando.
Hay un
hábito en muchos compañeros cuando
ejercen la caza que no parece sea
lo más apropiado el tener que soportar el rastro penetrante que dejan,
consecuencia de haberse impregnado de una consistente dosis de fragancia. El día de caza tengo la costumbre o manía de
no afeitarme, y, menos, no hacer uso del
jabón, solamente el agua fresca del grifo para despabilarme del sueño y tampoco la ropa con la que me visto para ir a
cazar suele estar en perfecto estado de revista, en cuanto a limpieza se
refiere, únicamente la cambio si ya no presenta sensaciones de normal higiene.
No sé a ciencia cierta, es muy difícil de precisar, según mi criterio, si este comportamiento es lo adecuado y surte
efecto. Dicen que es lo más conveniente. Un olor extraño, lejos de ser
característico para una pieza de caza mayor, pudiera ser un signo de
alerta que le obligue a cambiar de
rumbo. Lo he escuchado decir muchas veces a veteranos cazadores. Personalmente,
tengo mis dudas. La caza en su relación con la naturaleza y el hombre ha cambiado
de forma sustancial sus hábitos. Este
tipo de fauna silvestre vive y se
desarrolla cercanas a la sociedad. Incluso todos hemos visto a jabalíes en
plena armonía con el hombre, comer de la mano de este, sin asustarse. Algo insólito e impensable no hace mucho. Se
avistan corzos en terrenos colindantes con los extrarradios de las ciudades y
villas, como algo muy normal. Con lo cual, cualquier teoría que se haga en base
a ciertos perfumes no me ofrece la debida credibilidad.
Es de
suponer que este tipo de creencias en otro tiempo pudiera tener su lógica. Así lo entendía el “señorón” de Oviedo a
quien me refería al principio de esta narración. La densidad de la caza mayor
cuantitativamente escaseaba. Capturar un jabalí, requería de un gran esfuerzo
localizarlo, acosarlo y abatirlo. Pocas veces se producía el suceso de cobrar
un ejemplar. Los animales silvestres, esquivos y huidizos desarrollaban sus ciclos vitales en ambiente alejado del mundanal ruido. Cualquier sensación
extraña a sus sensibilizados sentidos: vista, oído, tacto, gusto, etc., sería
el indicador preventivo de su próxima huida en salvaguarda de su integridad
física.
Por eso
este señor del que les hablo, mantenía la teoría de que la ropa de caza no se debía de lavar
nunca. Manifestaba que el cazador en el monte no debía despedir pestilencias
que no fueran los habituales en el entorno de la naturaleza. Con ello cualquier
perfume u otro tufo que no fuese característico del lugar, resultaría del todo perjudicial
para las expectativas del cazador. Lógicamente estas prendas monteras
desgastadas por el uso, impregnada de barro y sudor añejo, en continua
emanación de efluvios fétidos, no tenían el salvoconducto para ser admitidas su
entrada en el domicilio del interfecto que para cubrir esta eventualidad
impuesta por la familia, ante tan nauseabundo “cante,” las guardaba en un pequeño
altillo de su buhardilla, es de suponer, y, esto, ya es de mi cosecha, irreductible
para alguien que intentase entrar, puesto que probablemente se desmayaría.
El problema
a soportar se les hacía presente a sus compañeros de partida de caza. Contaba
uno de ellos, el sufrimiento que padecían dentro del automóvil cuando se
trasladaban al cazadero, puesto que, a pesar de que las prendas de caza se
encontraban debidamente habilitadas en el maletero, no era razón que impidiese
flotar en el interior del vehículo un
aroma cargado de pestilencia. Se acostumbra uno a todo.
No cabe
duda que el “dandi“ urbanita en cuestión, padecía de dualidad. Cazando se trasformaba.