
Visto desde el lado de aquel sitio donde me encontraba, me pareció
que el animal era un buen ejemplar de los de su especie. A través de
la emisora había sido advertido por mis compañeros de cuadrilla de
que había levante jabalinero haciendo un recorrido direccional hacia
la zona que me habían encomendado custodiar. Hasta allí se
acercaban los perros, advirtiendo con el sonido de sus ladras
aceleradas de que inexorablemente traían pieza. Con brevedad se hizo
notar la trayectoria hacia abajo de un fuerte movimiento en la espesa
maleza que cubría aquel plano inclinado al que no le perdía la
vista, y agudizaba el oído sobre él. Al ruido emitido, acompañaba
un jadeo profundo, que denotaba ser muy fatigoso. En un santiamén, a
una distancia de unos 50 metros, se dejó ver la figura de un
rollizo jabalí
El
elemento había saltado a una pequeña senda y reiniciaba por ella su
recorrido, mostrando unas fuerzas que denotaban haber sido
sensiblemente gastadas en su huida, lo cual hace suponer fuese el
motivo de entorpecer a su fornido corpachón imprimir un mayor ritmo
veloz a una carrera que le pudiera poner tierra por medio de sus
perseguidores los perros. En la terminal de aquel camino se
encontraba alertado, con el 7 mm. R. M. en prevención de ser usado
con rapidez, quien aquí les hace el relato de los hechos. La
situación requería decidir con prontitud, sin vacilaciones. En una
milésima de segundo tomé la arriesgada decisión de dejarle
acercarse hacia mi posición, puesto que el final de aquella senda se
mostraba estrecho, y muy ajustado al tamaño del bicho, lo cual me
facilitaría el ser eficaz en el tiro (lo ancho de su cuerpo ocupaba
prácticamente el espacio. Sería cuestión de apuntar al centro).
Una vez situada la pieza exactamente donde yo había previsto lo
hiciera, cumplido este trámite, sin más remilgos, decidí
dispararle con la intención de que este asunto quedase resuelto de
forma correcta. Sucedió todo en breves segundos.
El
jabalí, tumbado como consecuencia de un único disparo frontal
impactado en una de sus zonas vitales, se revolvió un poco en el
suelo, aunque pronto quedó inerme. No obstante, con cautela me fui
acercando hasta donde se encontraba, a fin de observar cual era su
estado, no fuera que todavía tuviera energía para efectuar algún
“requiebro” que pudiese dañar a los perros cuando estos
llegasen, y, confiados, se dispusieran a dar rienda suelta a sus
instintos. Un vez comprobado que yacía abatido, al ver de cerca
las dimensiones de su cuerpo, me di cuenta de que sobrepasaba con
creces el volumen de la primera impresión que tuve de su tamaño:
ancho y largo de cuerpo, cabeza grande, con defensas bien afiladas y
puntiagudas. Hay que decir en honor a la verdad que la corpulencia de
aquel ejemplar no guardaba la debida relación con el tamaño de sus
defensas. Después, sobre su peso, hubo cambio de opiniones (el “ojo
de buen cubero” de alguno, para este caso, no estuvo nada
acertado). Los compañeros que lo trataron para aprovechar sus carnes
y despojos, siendo realistas, estimaron un nivel en el orden de los
130 kilogramos.
Y,
como entiendo no debe de ser de otra forma, desde aquí, me arrogo
la obligación moral que tengo de agradecer a mis compañeros de
cuadrilla, incluidos monteros, ¡¡faltaría más!!, su inestimable
ayuda en la consecución de este logro exitoso, que sin duda ha sido
el de todos. Gracias.
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