Soy un cazador vocacional de pluma, aunque no de facto. La
caza de la Arcea es mi favorita de la menor;
la más sentida en esta modalidad, por aquello de los antecedentes paternos
transmitidos que me hicieron adherirme con fuertes lazos de unión a un
sentimiento o pasión que, aun a pesar
del tiempo transcurrido persiste en su grado de intensidad, puesto que no ha decaído ni un ápice.
Lo cierto es que la caza menor ha sido la corriente primaria,
origen de las cosas, que me ha empujado
a consolidarme en una actividad que ofrece a sus activistas multiplicidad de
variantes, convertidas a través de la voluntariedad de ejercer su duro oficio, en
forja de auténticos especialistas (no es
mi caso) Por signo, ha tenido para mí un carácter de permanencia asidua a un
ejercicio tan singular que me ha posibilitado interrelacionarme con la simpar
naturaleza de nuestra tierra asturiana, tan prodiga en deleitarnoss con la exposición de su belleza orográfica repleta de esbeltos
paisajes. La caza menor, ha tenido en mí, un aficioanado de escasa constancia; la
he practicado en mis años mozos con
cierta asiduidad durante un periodo corto acompañando en sus pasos a mi progenitor, verdadero “alma mater” de mi incombustible afición.
No ha sido, ni es la menor, un sucedáneo de mi superior pasión, referido a la mayor, en este arte o deporte, que no sé como
denominarlo (cualquiera interpretación, entiendo yo, puede ser válida). Siendo
un niño de ocho o nueve años, ya era encargado, autodisciplína que me impuse, de la
intendencia y cuidados del “Claro”, un
Setter Ingles, de grato recuerdo familiar, pelo blanco y manchas negras;
cariñoso conmigo, noble y obediente -a decir de mi padre, excelente en su
cometido-, y mucho de cierto tenía que haber en lo que manifestaba, pues en
temporada de veda abierta, las perchas de esta peculiar ave migratoria se
sucedían semanalmente en el orden de dos o tres ejemplares y a veces más,
pasando a ocupar un sitio de excepción, antes de que yo procediese al
desplume y preparación, fueran colocadas las piezas en la fresquera del patio de la casa en que
vivíamos, para su sereno. Ni que decir tiene que en el plano gastronómico, en
el seno de la familia, el honor de conceder el titulo de ser plato estrella se lo llevaba el “guiso” de
esta pieza que tanto esmero y acierto cocinaba mi tía
Adelina, hermana de mi padre, en cualquiera de sus presentaciones, que nos
permitía degustar en nuestro paladar tan
sabrosa oferta culinaria, de la que era una gran esperta.
El “Claro”, perro
astuto y sibilino, viajaba de incógnito -un polizón clásico en los vaivenes del tren de madera-, sin coste alguno (echándole cara y
siendo audaz) en los vagones de los Ferrocarriles Económicos de Asturias,
evitando ser interceptado por el férreo y adusto revisor del convoy ferroviario a quien desde
la distancia, el can ya le tenía cogido los “vientos” y la “visión que dejaba su estela” tratando de evadirse de su
control, cuestión que siempre parece había conseguido.
Estaba prohibido el transporte de animales de estas
características en aquellos
rudimentarios trenes. Una lección bien aprendida por el “ Claro” sin
influencias externas, muestra de un gran instinto, pues ser detectado supondría
la paralización de la jornada de caza en aquellos lugares tan recurrentes y de tanta querencia;
todo un contratiempo para el cazador, propietario del perro (mi padre). Debajo de los asientos del vagón se instalaba sin previa indicación de nadie, oculto entre el zurrón, botas y escopeta, pasando inadvertido, impertérrito, sin moverse para no
ser detectado hasta la finalización del viaje. Acompañó fiel y eficazmente a mi
padre en sus recorridos de caza, hasta la llegada de su decadencia física producida por la edad
avanzada que tenía. Lo más que lo disfruté fue de su compañía; coincidió su
crepúsculo vital al mismo tiempo que yo dejaba de ser un niño. La pérdida del
“Claro”, su desaparición, supuso un duro
golpe para el núcleo familiar. Después vinieron otros: el ”Rol”, igualmente
setter inglés, de distintas connotaciones y otro carácter, no pude, o no
supe, hacerme con él en las condiciones
que yo quería. Terminó mi padre cediéndolo a un amigo en momentos en que ya
hacía tiempo que mi progenitor no cazaba, en evitación de levantar suspicacias
y que nadie pudiera reprocharle el obtener ventajas de su cargo de secretario durante 25 años, hasta 1977, desde la fundación, de la Sociedad Astur de
Caza, entidad cinegética de profundas raíces asturianas que logró alcanzar
cotas de integración del orden de 16.000 socios; 33 empleados, entre personal
de guardería y oficina y la gestión y ordenamiento de 140.000 hectáreas de terrenos
de caza constituidos en el Principado de Asturias.
Hago referencia una vez más,
aunque sea a “vuela pluma” de esta importante sociedad asturiana, en su tiempo,
hasta 1977, repito este periodo, por su importancia, después fue otra cosa muy distinta, en manos de otras personas, con otro tipo de gestión; incomprensiblemente llena de deudas, salarios no retribuidos, embargos, provocando su bancarrota y posterior cierre. Ha sido la primera sociedad cinegética de España y
quizás también de Europa porque en
justicia, se debe de reconocer la impronta de su enorme valía social.
No me ha faltado inclinación hacia el apego a una modalidad de caza
sumamente versátil en sus conceptos primarios y posterior desarrollo, que ofrece tantas posibilidades de realizar
lances. A Castilla hice bastantes salidas; practiqué la caza de la liebre, del
conejo, codorniz, perdiz en tierras palentinas, leonesas, con desiguales resultados. La caza mayor ha
sido el refugio de una intensa actividad en la que me he volcado, en detrimento
de la menor, a la que he dado, en este largo caminar, pocas oportunidades. Sucedió que el jabalí, se cruzó en mi caminar
y este tosco y feo animal ha sido el foco de atracción y de mis desvelos. Tras
su caza, dio comienzo y aún sigue,
afortunadamente, esperando tener continuidad, aunque el tiempo se acorte, de un largo y amplio peregrinar
por la geografía asturiana y reservas de caza de las provincias limítrofes con
Asturias. Pero esa es otra historia cargada de múltiples vivencias.
El Claro” es el epicentro de mi comentario, deseando dejar constancia de la impronta de lo que ha supuesto para mi gozar de su fiel amistad y nobleza sin límites.