A veces los cazadores asturianos, durante el transcurso de
los actos en que desarrollamos nuestra
actividad en el propio campo (no puede ser de otra manera), solemos penetrar en
espacios de dominio particular, que quizás no haya sido la mejor opción, puesto
que lo prudente, a tenor de alguna que otra incidencia desagradable que hemos
tenido que soportar por distintos conductos, hubiese sido más oportuno haber
elegido otra vía de tránsito, rumbo al “apostadero”, o, tras de la pieza, cuyo
rastro, sus emanaciones, nuestro perro
ha detectado y persigue con ahínco hasta su localización y parada definitiva.
Son terrenos algunos, por los que esporádicamente circulamos,
quizás labrados unos, y otros de pasto, que si bien la incidencia producida,
que origine posibles daños, resulta en
una inmensa mayoría netamente de
escasísimo bagaje perjudicial, insignificante me atrevo a decir, para sus
titulares y, por tanto, pese a ello, dignas de no haber sido tenidas en cuenta
-salvo excepciones de algún desaprensivo- por quienes nos increpan, mostrando un cierto malestar, a veces, la
mayor de la causa, sin relación con el
efecto producido.
Ante la agresividad que muestran algunos de los que nos
increpan, considero oportuno decir, según mi criterio, procede evitar
enfrentamientos con replicas airadas, a
pesar de la carga enjundiosa que hemos de soportar. Por propia
experiencia, alguna vez he pasado por estos trances, procede desde el inicio el
dialogo constructivo con la persona que nos inquiere; para mí, es la mejor
terapia para tratar de paliar efectos negativos por nuestro normalizado
comportamiento; que si bien está avalado por la legalidad de que goza nuestro
ejercicio, no todo el mundo quiere comprender y admitir nuestra situación,
menos si se siente perjudicado, aunque esto pudiera ser una disculpa sin causa
real suficiente que justifique cualquier arrebato.
En diversas ocasiones he sido objeto de intemperancias de
este tipo de “llamadas al orden” por encontrarme a punto de cruzar, o cruzando
tierras –siempre que me toca hacerlo, procuro que sea por el lado que no genere
lesiones en el cultivo-, especialmente si la tierra se encuentra en “ flor”, o a punto de dar su cosecha. Afortunadamente,
hasta ahora, siempre he salido indemne
de estas situaciones y en buena relación con la persona que me recriminaba.
A veces las palabras, las adjetivaciones con que nos
denominan, se sustituyen por otro tipo de actos mucho más hostiles, en forma de
amenazas acometedoras, portando nuestro malhumorado interlocutor, cualquier
artilugio de labranza u otro objeto, como elementos intimidatorios.
Una situación relacionada con el asunto que me ocupa esta
redacción, de lo más apurada que he
vivido, sino la más, la he tenido que soportar no hace mucho. Me encontraba en una
extensa finca totalmente abierta, sin avisos precautorios que impidiesen el
paso o estancia, pletórica de frondosos árboles frutales, optima; sin nada en
contra en principio que impidiese la estancia de un cazador en tan querencioso
lugar, a la espera de que le llegue la
pieza, objeto de posible abate. Mi presencia pronto fue detectada por un perro
guardián, quien con sus ladridos, puso en alerta a sus dueños, residentes en
una vivienda rustica en el alto de una colina, alejada suficientemente de mi lugar de ubicación, a una distancia muy
superior a la que la norma permite cazar, a buen resguardo de cualquier
contingencia, como consecuencia del empleo de mi arma.
Desde donde me
encontraba apostado oía voces desmesuradas sin saber de quién procedía, aunque
sí de donde; hacia aquel lugar ruidoso centré mi curiosidad; pronto pude
observar a la silueta de una persona de mediana edad que encaminaba sus pasos
hacia el lugar en que me encontraba, blandiendo airado y amenazante un
artilugio de uso en la labranza (pala de
dientes), cuestión que yo intuía, por las muestras que generaba, con verdaderas
intenciones de agredirme. Una situación imprevista, no deseada, de la que pronto me hice cargo, centrándome en
hallar una solución de nulo enfrentamiento, tratando de evitar la gravedad de
tales intenciones y calmar aquel individuo.
Mi estrategia, según la persona se acercaba a mí, consistía en principio, fundamentalmente,
en apaciguarlo, por lo que decidí
dirigirme a él con voz distendida. Ante
mi pronunciamiento de tono moderado, pronto observe en aquel personaje un
cierto relajamiento en sus formas; perdían intensidad, siendo receptivo a mis
palabras, cuestión que me incitó a seguir hablando, sin dejar de observarle,
con la vista puesta en sus modos.
Ya más relajado aquel individuo -un alivio-, con las manos
vacías, iniciamos un dialogo intenso y
extenso sobre la actividad de la caza y el comportamiento de los cazadores a su
paso por fincas que, para mí, dio sus frutos, nunca mejor dicho, en distintas
versiones. Por una parte logré salvar sin sucesos nocivos, una situación que identifiqué
tenía todos los visos de presentarse, cuando menos complicada, peliaguda, por
el riesgo de una seria amenaza a mi integridad física. Después de haber logrado
conciliarme a través de sentidas palabras, debo decir que, algo más, estoy seguro, aquel ciudadano sabe
sobre la caza y la leyenda de su buen ejercicio, así como el comportamiento de
los cazadores responsables en el medio natural; después de este proceso de apaciguamiento, el
ánimo calmado, una vez revertida la situación,
creo haberle inculcado otro tipo de información cercana a la realidad
Terminada la plática amistosa, a resulta de nuestro mutuo
entendimiento, cada uno para su lado, finalizada la batida, sin objetivos que
cumplir (no pude cubrir el puesto9, ya
solo, me acercaba a mi coche, para reunirme en el sitio acordado con el resto
de mis compañeros, cuando aquel señor, de nuevo, a voces, desde la distancia, se
dirigía hacia mí. En esta ocasión, para invitarme, puesto que me autorizaba a
que pudiera llevarme, cualquiera tipo de fruta que generosa colgaba de sus árboles.
Algo impensable después de los acontecimientos vividos. Toda una experiencia.