Los cazadores desarrollamos nuestra actividad en un escenario
de incomprensión. Cada día surgen condicionantes que tratan de lastrar nuestro
ejercicio de este deporte. No me referiré en esta ocasión al sector conservacionista y sí centraré mi
crítica, que espero y deseo sea constructiva, hacia una parte del mundo rural.
Este entorno demanda atención con muestras inequívocas de
rechazo de nuestro deambular o transito a través de fincas, algo inevitable,
que nos conducen hacia el apostadero. Es ya una constante increpar con
insultos, incluso en tono amenazador con utensilios punzantes o cortantes, a
los cazadores cuando hacemos el recorrido
necesario para asentarnos en el puesto encomendado.
Una actitud hostil la que soportamos un día sí y otro también
de forma desconsiderada, de algunos lugareños que no aceptan de buen grado la
presencia cercana de cazadores a sus lugares de residencia o tierras de pasto. Sobre
el cazador se vierten todo tipo de despropósitos, incluyendo denuncias a las
autoridades por actos cometidos, supuestamente
punibles, cuya veracidad de credenciales acreditativas carecen del rigor
necesario. No es una situación puntual, sino que se generaliza.
El jabalí ha crecido tanto en número de sus individuos que ha
propiciado sus asentamientos preferentes tengan lugar próximos al hombre y
especialmente a sus tierras de labor y cosecha. Viven, se alimentan y
procrean del fruto generoso que producen
estas tierras, por eso las han colonizado. Es ahí en esos términos
territoriales, donde el cazador actúa, con máxima prudencia, sin riesgo para cosas o personas, con
experiencia, además, dentro de lis límites que la ley le otorga y le exige
cumplir.
Sucede que no basta el cumplimiento de la legalidad y a veces,
más de las deseadas, con cierto hartazgo nos encontramos los cazadores con momentos desagradables de mucho compromiso,
irrespetuosos por el contenido que expresa quien así se pronuncia. El campo, sus gentes, aquellos que no quieren
la convivencia con la caza, se les abre una disyuntiva electiva; deberán priorizar cual es
la conveniencia para sus intereses: el
jabalí creciente de sus piaras, aprovechando con el oportunismo del que hace
gala este cerdo salvaje (temerario hasta la extenuación cuando de alimentarse
se trata), la oferta abundante de productos
hortofrutícolas de que disponen para satisfacerse o, admitir con otro semblante la caza en sus aledaños. Los perjuicios que ocasiona
esta especie, de difícil reparación, un trastorno para el quien los sosporta, algo que
se haría extensible, caso de no regular a parámetros de sostenibilidad el
fuerte dinamismo que para lograr su supervivencia en la naturaleza imprime este suido.
La caza evita que las cosas vayan a mayores, sin ella serían
cuantiosos los damnificados y, precisamente por ello, solicitamos una actitud
menos transgresora para este colectivo. La caza es un ejercicio que se realiza
en el campo, no tiene otras alternativas. Agricultor y cazador es un binomio de
hermanamiento que debe coexistir en eficaz convergencia.
Y como todo hay que decirlo, también conviene resaltar el
apoyo (en contraposición con denigrantes e injuriosas actuaciones) que los
cazadores recibimos en gran parte de los gremios agrario y ganadero, que ven en
la caza un buen ejercicio que impide con sus capturas la posibilidad de un deterioro de sus parcelas de laboreo.
Alguien dejo dicho que, si no hay caza, habría que
inventarla. O, bien, de seguir así las cosas de alta demografía que caracteriza
al jabalí, es seguro que sin caza, se pedirá árnica a los cazadores, solicitando
su vuelta. Ejemplos ya ha habido. Habrá
quien pague para que le quiten el dolor de contemplar sus plantaciones sensiblemente
desmejoradas por la acción del jabalí, si este sigue el ritmo alcista de sus colonias a a
pesar de las cuantiosas extracciones que soporta a manos de los cazadores..