CUADRILLA CAZADORES TOLINAS-GRADO (ASTURIAS).
Que un perro de rastro vaya perdiendo fuerzas, después de un trabajo extenso e intenso en una jornada de caza de
máxima exigencia tras la estela del
jabalí, con predominio de un sofocante calor, y el añadido de la dificultad que
entrañaba su recorrido la zona a montear, plagada de abundante y enraizada
maleza que entorpecía el paso franco de estos animales, es algo que entra dentro de una cierta lógica,
especialmente si el can no ha sido lo suficientemente entrenado e instruido,
que pueda soportar las condiciones de trabajo que se le esperan.
Trato de dejar constancia en este relato de lo vivido en una caceria
a jabalíes en la que participé, que tuvo
como protagonista principal a un sabueso-grifón de pelo blanco, que
posiblemente tuviese ascendentes en su linaje, en forma de cruce en alguna
línea de procedencia, que no le hiciese
cumplir los requisitos de idoneidad en grado de pureza; esa impresión obtuve a
primera vista al contemplarlo. Desconozco su valía, puesto que me era
desconocido o quizás, no había tenido en
cuenta con anterioridad en otras jornadas de caza en los cuales hubiésemos
podido coincidir. Me referiré al hecho acontecido.
Ubicado en el lugar encomendado por el jefe de cuadrilla
(zona apropiada para un rifle de cerrojo como el calibre 270 que suelo llevar),
con la misión de guardar un posible paso
de jabalíes que denotaba mucho tránsito, así me lo hacía concebir el uso fresco
y abundante de unas bañeras en un pequeño descampado, linde con pista forestal
y espeso monte.
Ocupado mi sitio con la ilusión de siempre, esperanzado, esperaba el momento de la suelta de los perros
por los monteros y los primeros síntomas de que algo sucedería, puesto que las
sensaciones previas, así nos la hacía concebir. Efectivamente no tardaron los
monteros en comunicar la presencia de jabalíes.
Sonaban los primeros escarceos de latidos, síntoma de buen augurio en el
rastro, aumentando su frecuencia y tono. Las señales de los perros eran
premonitorios de advertencia, cada vez se escuchaban más cercanos, cuestión que
me hacía redoblar mi atención. En esas estaba. Mil veces miré por el visor con
el objetivo de descubrir alguna anomalía, si la hubiese, que no fuese correcta
la óptica previamente aplicada. Convencido de la firmeza del visor, seguí
atento y expectante.
El ruido de algo que se aproximaba cada vez se hacía más
latente. No había lugar a duda pensé para mis adentros, era el caminar de una pieza que esperaba.
Como siempre que me suceden estas cosas, después de tanto tiempo y experiencias
vividas (la presencia del jabalí en huida, acosado por los perros se apodera de
mí), sin poder evitarlo, el corazón en
un puño, las pulsaciones en aumento, en alerta… sin moverme y conteniendo la
respiración.
Para mi pesar, nada sucedió de lo que esperaba
ocurriese, el bicho cambio su rumbo,
prefiriendo la espesura del monte, el sabría porque, aunque lo intuyo, antes
que aquel pequeño claro cargado de bañeras en donde podría ser objeto a su
llegada de una recepción con “salva de honores” y posibilidades de hacerle hincar la rodilla en tierra quedando mal
parada su integridad física. Le sentí romper, desviado el rumbo, no muy alejado de mi
puesto, imposible de verle. A renglón seguido, un nutrido grupo de perros que
le seguían, plenos de poderío físico, encelados,
le seguía el rastro por aquel mundo de vegetación imposible, hasta los confines del coto.
La anécdota surgió una vez pasados los perros. Un sonido que
presumí retardado, avanzaba hacia mí, veía moverse la maleza y creí en la
posibilidad de que algún jabalí hubiese conseguido dar el esquinazo y puerta a
sus perseguidores, rezagado, libre de incordios. Nuevamente con el alma en
vilo, activé de nuevo el protocolo para estos casos. Fijé el arma allí donde
esperaba la pieza, que dicho de paso avanzaba con lentitud, sin prisa, puesto
que nadie la apuraba.
Pronto se disipó la duda. El sabueso-grifón que mencionaba,
hacia su presencia a mi vista. Con paso cansino, diría de agotamiento; sin yo
llamarle, venía extenuado y entregado a mi encuentro, dirigiéndome una mirada
de aviso; significativa de agotadas las fuerzas; imposible de ir más allá. Con
seguridad creí reconocer tales circunstancias en la expresión de su mirada y en
una movilidad huérfana que denotaba derrotado cualquier atisbo de vigor.
La jornada soportaba
un calor excesivo e inusual para estas tierras norteñas tras la cordillera cantábrica
(25º) para las fechas en que nos encontrábamos (Noviembre) y eso, el trabajo
efectuado durante el día, pudo hacerle mella, pasándole factura a la capacidad
de su resistencia. Reflejaba un estado de abatimiento, como no creo recordar.
El caso es que el animal buscaba un refugio, algo que le permitiera descansar y
recuperarse; le hice una seña para que viniera a mi lado. No lo dudó, manso y despacio, vacilantes de
patas, pudo llegar a mi vera y, con el largo de su cuerpo, procedió a
recostarse encima de mis botas. Así
estuvo un rato con la boca abierta y jadeando, en que no le incordié.
Es verdad que este tipo de situaciones se dan con frecuencia
en las múltiples monterías o batidas que se celebran. Hemos visto perros
agotados y recuperarse para entrar de nuevo en el fragor de la batalla. Lo que
resalto es la intencionalidad de acurrucarse a mi ladoLo insólito es que
haya venido a tumbarse encima de mis pies. Seguramente, no sea nada
significativo, también pudiera ser que sí.