La La caza, desde la realización de su movimiento, requiere de prólogos y epílogos que forman parte de un complemento añadido de su acción. No se le debe atribuir únicamente al hecho de cazar, la razón propia que resulte de su actividad. Acoge la cinegética como fiel guardián de su pasado, el poder narrativo de secuencias antaño acontecidas a miembros de su numeroso colectivo. Manantial inagotable y generoso por el que fluyen, como identificación de épocas pasadas, historias de veracidad fiable unas y de dudosa credibilidad por su tono grandilocuente otras. Vivencias acontecidas a veteranos de este ejercicio venatorio que sorteaban, por cumplir con sus ilusiones, verdaderos escollos plagados de dificultades, que no por ello les hacían inasequibles al desaliento. La caza se manifestaba con otras coordenadas distintas a las actuales. Cazar, nos cuentan, suponía todo un claro ejercicio de voluntad para poder desarrollar este deporte. Densidad de especies cinegéticas en constante regresión, lo que quería decir un nivel poblacional muy bajo y su localización en zonas abruptas y alejadas de su acercamiento lo que suponía un verdadero esfuerzo físico. Desplazamientos largos, vehículos inadecuados, carreteras de transito dificultoso, accesos a terrenos de caza intransitables, hospedajes escasos y deficientes y como colofón a todas estas vicisitudes, falta de alimentos como señas de identidad, características de toda una época pasada.
En esas condiciones estaban aquellos aficionados y así viajaban. A la expectativa de saber vadear las dificultades que les pudieran sobrevenir que, dada su experiencia en estas “lidias” solventaban de la mejor manera que procediese; animados por su incombustible afición; pertrechados de perros de pluma y escopetas y de todos los demás enseres; unidos y acondicionados malamente en el reducido habitáculo que formaba el interior del pequeño automóvil, salieron dispuestos y confiados, para un período de 3-4 días, hacia el Sur-occidente de Asturias, terrenos de caza menor en los que algún que otro bando de perdices componían el señuelo de sus anhelos. Escasos de víveres (años en los que la necesidad obligaba a restringirse) decidieron no darle mucha importancia al asunto, confiados en resolver esta cuestión mayor una vez llegados a su lugar de destino. Las provisiones trasportadas eran exiguas, alcanzarían para aquella noche y como mucho para la medía mañana, lo que implicaría solicitar en el lugar de aposento les proporcionaran de lo necesario y suficiente para el resto de las demás jornadas de caza.
Uno de los cazadores de aquel grupo viajero, aficionado a la medicina, gran lector sobre aspectos generales de la misma, había sido ”bautizado” por sus colegas de partida, con el titulo honorifico de “el “doctor”, cuestión esta que, al referirse a él, no pasaba desapercibida para los residentes en aquellos lugares extraídos del alma más profunda de nuestra tierra, completamente desasistidos de estos servicios médicos y alejados de núcleos de población en donde poder avituallarse de medicinas.
Una negativa, sobre la aportación de víveres, como respuesta inesperada, se le hizo llegar por las gentes del lugar. Afirmaban que los tiempos en que se vivía (finales años cuarenta, siglo pasado) muy difíciles, sin materia prima cosechada, les impedía almacenar alimentos, resultando Imposible el poder asistirlos en estas necesidades. Incrédulos, ante esta noticia, porfiaron con el objeto de ablandar a las buenas gentes de aquella pequeña localidad, sin resultado positivo. Ante estos hechos, decidieron hacer noche y regresar al día siguiente, después de aprovechar las primeras horas de la mañana cazando. Retirados a los dormitorios a descansar y ya en la cama con el sueño cogido, fueron despertados a media noche; sintieron fuertes golpes en la puerta de entrada a la casa, ruidos y voces: llamaban, muy nerviosos, al “doctor”, pues uno de los habitantes de aquel pueblo tenía un hijo que súbitamente se había puesto enfermo; padeciendo unos fortísimos dolores de cabeza que no cejaban, ante el temor de sus familiares que no las tenían todas consigo, llenos de incertidumbre, pues en el enfermo la dolencia no solo no remitía sino que iba en aumento, por lo que temían un fatal desenlace. Llegados a oídos del falso “Medico” esta petición de ayuda, renegando del apelativo conferido y recriminando a los autores concesionarios de este título rimbombante de las consecuencias que se pudieran derivar de la inusual situación, imposible revertir y decir la verdad sobre el calificativo tan generoso que sus compañeros le otorgaban no le quedaba otra más que afrontar el trance. Siempre previsor, transportaba en el morral un pequeño botiquín, como precaución ante cualquier emergencia que se pudiera llegar a dar; en esta ocasión aspirinas y optalidones (hoy daría positivo en un control antidoping) formaban parte del bagaje sanitario.
Recibidos y escuchados los reclamantes, impuesto de lo que se suponía era una grave situación, optó por “recetar” el segundo de estos dos calmantes y a esperar resultados. Despachado el asunto: nuevamente a la cama. No hubo más insistencia por parte de los lugareños, la noche transcurrió sin sobresaltos, cuestión que achacó a lo positivo de su remedio. Amanecía y todo el mundo en pié; próximos a partir para el cazadero, fueron abordados, con gran sorpresa para ellos, por varios vecinos que les expresaban, en especial al “doctor”, las gracias por atenderles y lo sabio y oportuno que había sido con su intervención, pues al chico, una vez tomadas las dosis suministradas de aquel medicamento, pronto le habían desaparecido los dolores y descansaba plácidamente. En agradecimiento les hicieron entrega de varios paquetes conteniendo todo tipo de embutidos, quesos y salazones, con su correspondiente pan y vino. Ni que decir tiene que, ante esta eventualidad tan irrenunciable, las posibilidades de seguir cazando el tiempo previsto, aumentaba su estimulo y despejaba su futuro inmediato.